Hierofante
Juego entre callejones sin salida, sobre basurales putrefactos de carroña humana,
entre ratas rellenas de barro, vomitando sus tripas de agua y tierra en la palabra,
juego entre perros callejeros comiendo las pulgas de sus propias carnes
y con las garrapatas que se arremolinan en mis sábanas,
o como el amante que juega con la madre de alguien
y olvida el cinturón entre los pliegues carnales de una rata,
-el mismo pliegue y cinturón con el que ahorqué mi fortuna alguna vez-,
sucumbo en cada odisea en la que entro, como Antínoo,
y con las grasas de un muerto hago velas para iluminar -o derretir, si bebí mucho-
el hielo en mi animita,
prendo velas entonces en ese ataúd con ojos de pájaro,
suturo con las tripas plumosas el gorrión que llamo almohada y lo consagro,
y humareda en lo alto, río abajo, a veces, si el cigarro se me escapa de las manos,
mar arriba, entonces, apuntalando infiernos, laberinto humano de un hermano,
-una vez, incluso, levanté la vista y robé una manzana desde el cielo-
infinitos años y un día, mi condena,
es que en lo alto la luz es como una lámpara que a veces queda mal puesta
y nos obliga a ubicarla bien,
o en su defecto, a comprar otra
y restituirla, como un cambio
idiota de religión, o un hombre robándole el fuego al mismo hombre.
Sanguijuela en mis manos atrapadas absorben lo que toco,
esas manos, valientes dedos que penetran al sol por el pecho
le exprimen el corazón hasta que vomite sangre por sus rayos,
le aprietan el pescuezo hasta que hable, que hable, que hable,
que nos diga cómo calentar el caldero invisible,
-ahí comieron los primeros, los antiguos,
en el corazón sin nombre que en una cama sucia
devoramos hace siglos como bestias-.
Atardece en mi horizonte lejano entonces,
atardece en las manos que dejé en otro tiempo,
atardece en la vida que perdí en otras manos,
atardece en la barcaza gris que se hunde y reaparece a cada segundo
entre el oleaje frenético de mis venas,
socarrón furtivo, espina dorsal en la columna del tiempo,
juego con átomos en el aire cuando caigo al vacío desde lo alto de su poca voluntad,
y me empeño, me empeño en conocerte sin tener que mirarte a los ojos,
y das vuelta la espalda y veo alejarse tu silueta
como la barcaza que hundo a cada segundo entre tus piernas,
cielo aquel campo, nube sembrada y cosecha de estrellas,
cielo en donde me acosté bajo la sombra de un manzano
como hierofante que apresó a Helios empuñando la diestra.
Estrella dormida entonces me hipnotiza, rayos en sus dedos solares son campanas,
fuego en las alturas, un cometa, razón ígnea de la palabra,
la maravilla otoñal que nos hace perder nuestros ropajes se desnuda frente a mí
y me restriega entre sus pechos:
-poco antes de mi última muerte bebí miel desde los senos del mundo-.
Golondrinas en lo alto entonces, golondrinas
inician la emigración desde mi mano a tu mano
y desde mi mundo a tu mundo.
Epitafio al sur del mundo
Soy un catalizador que imagina al tiempo desdoblándose en microsegundos,
un catalizador que se emboza bajo el oleaje de los mares irascibles,
al mismo tiempo un receptáculo que se atiborra de agua
y se envuelve en frecuencias defectivas,
al mismo tiempo lo posible y lo imposible,
soy el que vomita por boca de otro los tormentos de un hombre a cada paso,
y aquel que en su palabra con su propia ausencia se llena.
Ardo a kilómetros de mí cuando me imagino crucificado a un costado de la senda
por donde marcha el féretro de un hombre infinito,
y por casualidad tal vez, las carrozas reflejan en sus ventanas traseras
lo que nunca quise mirar, nunca giro mi cabeza hacia atrás,
(demasiados recuerdos ocultos y malditos).
Entonces heme aquí como catalizador que imagina al tiempo y lo desdobla,
heme aquí mientras lloran y me lloras,
marcho convertido en ébano con mi nombre grabado en el pecho de una lápida
mientras tus lágrimas no riegan mis semillas delirantes de amapolas,
y al costado de mi cuerpo cicatrices,
y hermanos de sal, hermanos de miel, sombras inmóviles de una selva invisible.
Suspiro entonces para que el viento susurre en tus oídos,
la erosión me haga polvo
y las lágrimas ajenas me aten a la tierra.
Pues ya ves, soy un catalizador que imagina al tiempo desdoblándose en microsegundos
para que los minutos rindan pleitesía a las horas, las horas a los días y los días a las centurias,
pero a veces el minuto no avanza, el día no avanza, los relojes se pelean y todos se atrasan,
en ocasiones, ni siquiera los segundos son capaces de echarse el día a los hombros
y acarrearlo a un cenáculo conmigo en un lecho erigido en flores cala,
pues bien: el tiempo es el chofer de la carroza fúnebre que viene a recoger nuestros lamentos.
Ahora ríe, dame una mueca de sonrisa en tu boca entumecida de nostalgia,
dame una mueca de esperanza, firma inmóvil profética de júbilo,
somos catalizadores del tiempo y nos desdoblamos en centuriones famélicos de poesía [triste,
el viento sopla en nuestros rostros y permite que recitemos postrimeros versos
con nuestras miradas hacia lo alto y nuestros dedos apuntándonos al limbo,
llamaradas de sangre son lapidadas en mi corazón torturado,
ojos y peñascos caen por los acantilados de los nuevos poetas,
banderas sin estrellas son voces risueñas que ruedan como piedras
por la boca que hace magullar los últimos alaridos
de aquel que recibe en su cabeza el peso de sus propias desdichas,
ya lo ves amor mío no llores, me reflejo en tus ojos llorosos aunque no me mires,
se expanden semillas como frutos ciegos desde mi pupila casta
y se labra la piedra por si sola en las remembranzas de un molino,
se tejen telarañas en lo más hondo de la melancolía
cuando mis dedos dejan de hablar
y la lluvia pasajera cesa de cultivar en la tierra
la eterna evaporación de nuestros más íntimos recuerdos.
Yo fui quien navegó en un barco de papel por un poema de lágrimas y sangre,
y fui también quien nunca comprendió las razones del naufragio ni las supo,
fui el primero en inscribirme en este cuerpo mortal como un viajero,
sentí a mi lado el canto de un ave marina que agarró en el infierno mis manos
y me llevó a volar entre las mas altas cumbres de las cordilleras nevadas,
no se derritieron los hielos eternos por mi, nunca hubo en mi bolígrafo fuego,
como corvo y cuchillo punzante transité desasiendo el caramelo del mundo.
Ya lo ves amor mío, no llores,
soy un catalizador que nunca duerme y tampoco despierta,
aquel que se arrulla entre setenta y cuatro culebras,
hombre mordido por lombrices de noviembre recitando agonía.
¡Ya lo ves hermano mío! ¡Ya lo ves hermana mía!
El tiempo regurgita mi memoria y te la escupe,
la luz que un día hubo en mis ojos se apaga entre los mares,
el papel húmedo de lágrimas derrama nuestros versos como savia
y al sur del mundo el corazón de mi tierra una última palabra sangra.
Breve reseña
Vícthor de Vere. Nació en Santiago de Chile en
diversas antologías y revistas literarias en Latinoamérica y España. Su obra ha sido publicada en los poemarios Tribulación (2007) y Khaos (2008).
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